Queridos amigos,
He estado dándole vueltas al asunto mucho tiempo y al final he tomado una decisión. Me piro. Me largo. Hasta luego Lucas. Esta misma mañana he comprado un billete de avión, sólo ida. Me voy a Dublín; el próximo lunes a estas horas oficialmente ya no viviré aquí. Dudo que os sorprenda la noticia; creo que todos vosotros habéis sufrido alguna de mis disertaciones nocturnas bañadas en gintonic. Si eres el afortunado o afortunada al que aún no he cogido por banda un viernes noche en el O’Donell y le he contado mis penas, lo siento pero tu suerte acaba de abandonarte.
Esto no era lo que nos habían prometido. Algo ha fallado. Somos demasiado jóvenes como para mirar al pasado con nostalgia y al futuro con resignación. ¡Joder, que apenas tenemos treinta años! La vida tendría que empezar ahora. Lo siento, me niego a pasar una noche más ahogando mis sueños en alcohol. Aún estoy a tiempo de hacer algo.
Es curioso, desde que he comprado el billete no dejan de asaltarme los recuerdos. Hace un rato me ha venido a la memoria una noche en que nos reunimos Javi, Ramón y yo a estudiar para un examen de cálculo. Por un momento he vuelto a aquella habitación destartalada del piso de Javi donde tantas horas pasamos. Era tarde; estábamos a oscuras a excepción de la pequeña lámpara en el centro de la mesa redonda empapelada de apuntes. Recuerdo que llovía a mares; teníamos la ventana entreabierta y el olor a tierra mojada se mezclaba con el humo de los cigarrillos y el aroma del café recién hecho. Debían de ser como las cinco de la mañana cuando nos quedamos sin tabaco. No teníamos ni un duro, así que nos dedicamos a poner la casa patas arriba en busca de dinero. Miramos en todos los cajones, bajo los muebles, dentro de los jarrones, en los bolsillos de la ropa sucia, incluso entre los almohadones del sofá. Al final nos hicimos con un buen puñado de moneditas mugrientas y salimos en peregrinación a la gasolinera, que estaba en la quinta puñeta. No teníamos paraguas. Las calles estaban vacías, pero de alguna forma parecían llenas de vida. Todo tenía significado: la lluvia, la luz de una farola, un jardín, un árbol, un viejo portón de madera… El mundo estaba pintado con una paleta de sensaciones. Llegamos a la gasolinera y, entre risas, fuimos metiendo las monedas en la máquina de tabaco. Nos llegó justo para un paquete del más barato. Fuimos a guarecernos a un portal cercano, sacamos un cigarro cada uno y fumamos despacio. El humo formaba extrañas figuras que se perdían en la lluvia. Yo las seguía con la mirada y las imaginaba colándose por la ventana en la habitación de alguna chiquilla guapa y romántica que no podía dormir y que se pasaba las horas mirando al techo imaginándome a mí. Durante un instante nuestros alientos estarían unidos por finas hebras de humo. Lo pensaba y se me aceleraba el pulso. Todo parecía tan posible, tan a nuestro alcance… Éramos tres chavales que no tenían ni donde caerse muertos, fumando el peor tabaco del mundo en una calle desierta la noche antes de un examen que íbamos a suspender, pero amábamos la vida. Nuestros corazones bombeaban sueños que nos corrían por las venas y nos hacían cosquillas en el estómago. Teníamos futuro, motivación, aspiraciones, posibilidades. Éramos libres y todo estaba por ver.
Luego llegó la hora de la verdad, o más bien de las mentiras. Tanto esfuerzo, tantas noches sin dormir, tantos años esperando a que empezase la vida, y de pronto miro atrás y descubro que aquello fue más vida que esto. ¿Cuándo ha sido la última vez que habéis sentido cosquillas en el estómago? Ahora todo está demasiado lejos y siempre es demasiado tarde. Ahorramos energías, ahorramos tiempo, ahorramos dinero. No nos sobra ninguna de las tres cosas. Algún día, nos decimos. Pronto. Este año no va a poder ser, pero el que viene mejorarán las cosas. Llegará el ascenso, el aumento de sueldo. Bajarán los tipos de interés y al fin podremos relajarnos, dormir a pierna suelta, dejar de hacer horas extras. Ver un poco de mundo. Llevamos toda la puta vida sacrificándonos por un futuro que nunca llega. El mañana es la zanahoria que el sistema nos pone delante para que sigamos tirando del carro. Mientras, nuestros sueños se marchitan y el pelo se nos cubre de canas. Esa llama interior que calentaba las noches de invierno e iluminaba las calles desiertas ha acabado por apagarse. Ya no nos queda nada...
Este texto que abajo podeis leer es un extracto de un texto un poco más largo y que sinceramente recomiendo leer, podreis coincidir con el o no pero seguro que no os dejara indiferentes a los que en algun momento de vuestra vida os habeis planteado que camino seguir o si lo que hacemos lo veremos reflejado en nuestra calidad de vida. La direccion original es El tren a la estacion perdida.
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